sábado, 10 de marzo de 2012

RELATO: ¿QUIERES BAILAR?

Bienvenidos, tomad asiento, por favor. Disculpad el desorden y la penumbra que reina en mis aposentos. La verdad es que no esperaba visita. Y no tengo nada que ofreceros. Permitidme pues, en esta noche oscura, que os cuente una historia. Ya que no disponemos de fuego, dejad que sean las palabras las que os reconforten con su calidez.

Debía ser el final del invierno o el comienzo de la primavera. El Sol se acostaba mas tarde, los días eran menos fríos y se podía oler en el aire el perfume de flores nuevas. Flotaba en el ambiente una sensación de que la vida estaba volviendo a empezar.

Un muchacho visitaba cada atardecer el claro de un bosque por donde serpenteaba un río de aguas claras, y la hierba era verde y abundante. Bajo un enorme roble que solitario se erguía en aquel claro, se sentaba el muchacho para ver cómo el sol se ocultaba y daba permiso a las estrellas para salir. Le gustaba estar allí, solo. Y aunque no le gustase, no tenía otro remedio, pues solo estaba y solo se sentía. A pesar de que la gente caminara a su alrededor, el se sentía invisible. Nadie le hablaba, nadie le miraba... y comenzó a acostumbrarse a esa sensación de soledad; pues aunque al principio le llenaba de amargura el corazón, poco a poco fue resignándose a no tener a nadie, hasta que el sentimiento dejó de sorprenderle y decidió ceder.

Le gustaba además ser el único que se detenía a mirar el atardecer. Todas las personas que pasaban a su lado iban corriendo a refugiarse en sus casas, huyendo de una noche que aún no había llegado. Agradecía los atardeceres bonitos y maldecía las nubes espesas que traían tormentas y solo dejaban tonos grises en el cielo. El buscaba colores: naranjas, rojos, por poniente, malvas, rosas y morados por levante. Y cuando la tarde era lluviosa y se decía que no podría ver al Sol ocultarse, se iba para casa malhumorado.

Una tarde, el muchacho se sentó bajo el roble con el corazón lleno de pesar. Llevaba días taciturno, pues el tiempo no acompañaba. Los días eran tormentosos, plomizos, grises, y no había podido disfrutar de ningún atardecer. Se sentía cansado, como si por verse privado de colores le faltara la chispa que encendía su corazón. Así que esa tarde, a pesar de que llovía, se quedó allí sentado. Sentía unas ganas de llorar que como siempre ignoraba, y su cuerpo cansado no parecía ser capaz de llevarle a casa.



Oyó entonces el susurro de la hierba. Alguien se acercaba. Levantó la cabeza y entonces la vio. Una chica, mas o menos de su edad, de pelo casi negro, caminaba bajo la lluvia, cabizbaja, ajena a él, ajena a todo. Se detuvo a unos pocos pasos del arbol, dándole la espalda. Sin usar las manos se quitó los zapatos, extendió los brazos como queriendo acariciar la lluvia y comenzó a girar y a bailar descalza sobre la hierba mojada, bajo las frías gotas que caían del cielo. Su vestido de algodón con flores estampadas y su pelo negro ondulaban con cada giro. Gotas de agua resbalaban por sus brazos desnudos. Y su boca dibujaba la mas dulce de las sonrisas.

¿Quien era aquella muchacha? ¿Y por qué bailaba en una tarde tan triste como aquella? El muchacho no podía dejar de mirarla, hipnotizado por el baile, por aquel vestido lleno de colores. Y aunque se sentía intrigado, tenía la certeza de que sería invisible también para ella. No merecía la pena hacer preguntas, pues la muchacha no podría oírle. Decidió dejarla sola, marcharse a casa. No quería compartir su lugar especial con nadie mas. Ya volvería cuando las nubes no taparan el cielo, cuando no hubiese lluvia bajo la que danzar...

Se levantó a duras penas, justo cuando la muchacha giraba despacio mirando en su dirección con los ojos entreabiertos. Al notar algo moverse, la muchacha se detuvo y abrió los ojos completamente. Y entonces ambos se miraron. Si, ella podía verle. Fue toda una sorpresa para el, una sensación completamente nueva, no ser invisible. Agradable, aunque extraña, al no estar acostumbrado. Pero él estaba decidido a marcharse. Sin embargo, ella sonrió y le pregunto:
-¿Quieres bailar?
-No, lo siento- dijo el tras unos segundos de duda.- No se bailar. Además, la lluvia me pone triste. No me apetece bailar.
-Oh, a mi también me pone triste la lluvia.-contestó ella con una media sonrisa.- Precisamente por eso bailo. Para quitarme esa tristeza, para que el agua se mezcle con mis lágrimas y que sea mas fácil llorar y sacar de mí la pena. No quiero que se acumule y me acabe haciendo daño.

El muchacho no habló, estaba demasiado confundido. No entendía como llorar iba a ayudarle a eliminar la melancolía. ¡Si precisamente se llora cuando se está triste! ¡Por eso el evitaba llorar!
-Entonces... ¿quieres bailar? -repitió ella.

...y hasta aquí puedo contaros. No sé si el muchacho bailó y lloró, ni si al día siguiente volvió a llover o si el atardecer fue naranja; ni si ambos volvieron a verse. El resto de la historia aún no ha sucedido.

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